La red Andrómeda

La Red es una unidad compuesta por chicos y chicas entre 15 y 18 años. Es la última unidad con monitores.
Los miembros de la Red son los pioneros.

Aquí toma relevante importancia la participación activa y protagónica de los pioneros en el desarrollo de las actividades y vida del Grupo. Dentro de la Red cada uno tiene su cargo, y todos saben la responsabilidad que lleva el tener ese papel.

El mayor reto que toman los pioneros en la ronda es la "empresa", que es una actividad autofinanciada y autogestionada por el conjunto de la red que busca como fin una obra social al igual que divertirse.

La Red tiene como nombre Red Andrómeda y como lema "Listos para servir". El color de su pañoleta es el marrón.

Atención, ascensor bajando, por Akela



ATENCIÓN, ASCENSOR BAJANDO
Akela

Principio con mayúscula inicial. Lo mejor para comenzar es una descripción, un cielo azul intenso como recién pintado, algunas nubes azucaradas que intenten devolverlo a la blancura cerca del horizonte, unas montañas y al fondo del valle. Abriéndose un hueco entre los árboles, un pueblecillo de casas bajas. Puede parecer algo típico, pero sentado en esta silla incómoda, frente a este papel que me intimida de tan blanco es difícil encontrar la originalidad. He de concentrarme. Más colores, eso puede estar bien, las casas eran cada una de un color del arcoíris, y los tejados muy altos y puntiagudos. En una de las casas vivía una niña, siempre hace falta una protagonista, a la cual no voy a describir por miedo a aburrirte. Bueno, solo diré que su pelo era verde. ¿Su vida cotidiana? Lo que más le gustaba era ir de casa en casa ayudando a las gentes en sus tareas mundanas. Todos la conocían y la querían mucho, pues era la única joven en todo el pueblo. Su sitio favorito era la pastelería, donde la pastelera, una señora mayor y regordeta con un delantal blanco como la nieve, siempre le tenía guardado algún dulce en recompensa por los recados que le mandaba. Pero hoy la niña al despertarse ha sentido que algo era distinto, una especie de agradable sensación en la tripa de que debía hacer algo, que la empujaba hacia algún sitio. Como si algo en su mundo hubiese sido descolocado. Así que ha ido hasta los límites del pueblecillo, donde empiezan los altos árboles y se ha quedado contemplándolos un rato. Ahora echa a andar, se adentra en el bosque olvidando por completo que hoy toca empanada de manzana, su favorita. El ambiente en el bosque es luminoso y húmedo, flotan extraños aromas a flores y plantas. Mientras sus pies siguen moviéndose sin saber hacia dónde piensa que los árboles tienen algo mágico, una fuerza que también fluye dentro de ella fascinándola y dándole seguridad. Las ramas son cada vez más altas y las raíces en el suelo más gruesas, así que el avance se vuelve difícil. Sus cabellos se confunden con las hojas que los acarician y la luz que consigue llegar hasta el suelo lo hace en pequeños rayos que ya no son tan brillantes, sino que poseen tonalidades anaranjadas, verdes, marrones e incluso rojizas. Después de un buen rato nota que los gruesos troncos empiezan a estar más espaciados, como si se respetasen unos a otros. Entre ellos destaca uno inmenso, de un extraño color azul oscuro. Parece ascender hasta el infinito entre las ramas de los otros árboles, y de él emana una atmósfera como electrizada que llena el espacio que lo circunda. Temerosa, la niña se va acercando poco a poco hasta descubrir una puerta en el tronco, en ella hay pomo en forma de pezuña y tira de él. Por dentro el árbol está hueco, desde allí ve como se levanta a su alrededor a modo de paredes de una estancia vacía. No vacía del todo, en un rincón hay un hombre de mediana edad, con larga barba, sentado en una especie de silla que sale de la pared mientras escribe con una pluma en un papel. En ese momento giro la cabeza y la veo, es tal como la he imaginado, su vestido, su pelo, sus grandes ojos. Espero a que ella hable primero mientras noto como me observa, dándose cuenta de quién soy. Eres un demonio, dice. Sí, le respondo. Ella sigue parada pensando, ve la túnica roja, la barba negra, los pequeños cuernos que asoman de la cabeza completamente calva.  Es un demonio, vuelve a pensar, y esa sensación extraña que la viene acompañando todo el día la empuja a acercarse al lugar donde escribe y quedarse esperando mientras él, con una parsimonia ritual, se levanta como invitándola a sentarse. Ella acepta y ayudándose con las manos se encarama a la extraña silla, coge la pluma y mira el papel que le queda delante. El demonio se aleja obedeciendo la misma oscura fuerza que le ha obligado a ceder su sitio a la niña, empuja la puerta y sale al exterior. El papel es muy blanco y deslizar la pluma por él produce una sensación que me agrada, aunque es incómodo que me cuelguen las piernas en esta silla tan rara. Voy a colocarme el pelo para poder escribir bien. ¿Escribir qué? Él está fuera del gran tronco y contempla los árboles que hacía tanto tiempo que no veía ¿Qué puedo decir de los árboles? Son oscuros y amenazantes. El demonio empieza a andar entre las ramas tronchadas esparcidas por el suelo. Mientras camina piensa en qué le ocurrirá ahora, adónde le empujará esa fuerza que le mueve. Paso tras paso se acerca a una ciénaga donde el olor es intenso y asqueroso. Lo poco que ve entre la penumbra brumosa en la que está sumido todo el  bosque es un gran charco de fango viscoso bordeado por retorcidos árboles que sumergen sus raíces en la orilla. Como si bebieran de él grandes tragos desesperados. Acerca un pie y lo hunde hasta el tobillo, el siguiente llega hasta la pantorrilla y en pocos pasos está metido hasta el cuello. El espeso fluido está horriblemente frío, espera unos instantes, respirando pausadamente, e introduce también la cabeza. Dentro no puede ver nada y siente las escurridizas anguilas arrollándose alrededor de sus piernas. Empieza a avanzar pero es complicado, las algas entorpecen sus movimientos y le atrapan brazos y torso cuando se desplaza. El fondo que pisa es de arena fina, pero también hay alguna clase de esquirlas afiladas que le dañan las plantas de los pies. Continúa moviéndose, cada vez más profundo, los peces notan su presencia y se acercan a él acariciándole con sus dientes los párpados y los labios. El prosigue hasta que topa con una piedra enorme. Sabe lo que es, y lo que significa. Sabe lo que tendrá que hacer. Sabe que tiene que rodearla hasta dar con la entrada y que despacio pasará dentro, que los peces y las algas quedarán fuera, contemplándole desde el límite con el exterior. Buscará a ciegas por el suelo que ya no es barro sino roca sólida hasta encontrar el objeto, el filo que necesita. Lo dirigirá al centro de su pecho y con un movimiento fuerte, preciso, apretará hasta que corte lo suficiente. Lo dejará caer al suelo e introducirá su cansada mano en la abertura, tanteando para notar algo que palpita, algo caliente que sacará con cuidado mientras se sienta ceremonialmente. Llegados hasta aquí, ¿cómo puedo acabar el relato? Dirigirá el órgano lentamente a sus labios y lo besará con una ternura amarga durante largos instantes mientras la masa de peces continúa expectante en la entrada. Y para el final, hace falta que ocurra algo que marque la transición entre lo escrito y la realidad, un choque que te permita salir de aquí con un salto limpio y contemplar el papel que lees como algo ajeno. Girará a la vez que se incorpore y, quedándose de rodillas, le ofrecerá a la pared de dientes su mayor tesoro con los brazos extendidos. En ese instante, una explosión de escamas plateadas se arrojará sobre él envolviéndolo todo. Así acaba.

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